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Cuentecillos para no dormir

Carta de amor de una gárgola a la Virgen de los Desamparados

Carta de amor de  una gárgola  a la Virgen de los Desamparados El reloj de la catedral marca las diez. Ya nadie queda en las calles.

- Y dijo: ¡Bienaventurados los guardianes del cielo! No tengas miedo de mí, pues aunque bestia me veas con dulzura fui construido. Las manos que me esculpieron buscaban la creación de una nueva Babel, y casi la encontraron. Desde mi particular balcón tengo la suerte y desgracia de ver los éxitos y fracasos de aquellos que me temen desde la lejanía. El hombre, quizás por temor al olvido o por ventura de eternidad, me cinceló con tal cuidado que he sobrevivido a la muerte de cada uno de los hijos de mi propio padre.
Y tanto tiempo después, yo, figura que lleva en su vientre la vida del hombre, pierdo la razón y mi propia vida por la que tras un gran rosetón coge a su hijo en brazos, no con dolor de virgen sino con dolor de madre. Y miras al cielo buscando respuestas, pero yo, aun cayendo en blasfemias y en el pecado más horrible, me imagino que me miras a mí, que me buscas como yo te busco en cada segundo de nuestra eternidad.
Aunque me veas mil veces mojado, no creas que lloro, y si lloro que sepas que es de esperanza en ser tu solo reflejo algún día.
El sermón tantas veces escuchado de la carne y el pecado se desvanece en inocuas palabras pues iría al peor de los infiernos si con ello pudiera ser tuyo una sola vez.
Ya no es mi mente la que habla, sino mi corazón de piedra, de piedra viva, de piedra que sufre por tenerte tan cerca y tan lejos. Y si hay Dios ¡que me perdone!, pero causas más injustas he visto bajo su emblema que mi causa blasfema.
Virgen de los Desamparados, dame tu bendición, aunque solo sea eso. Roza con tu mano mi pecho de bestia para templar un segundo más esta tortura inmortal. Y si mi destino es observarte desde las nubes lo haré con el más alto de los honores, y aunque los ardientes pináculos, compañeros de soledad, se claven en mis entrañas, seré atento guardián de esa Mirada, Mirada que realmente yo sé a quien va dirigida.

Sonaron las once en el reloj de la catedral. Ya nadie quedaba en las calles.

Una noche con Billy Wilder

Una noche con Billy Wilder Tengo miedo.
Estoy encerrado en la nada.
Puedo sentir su respiración al otro lado de la puerta.
Realmente no esperaba que fuera a acabar así.
Yo sólo quería un poquito de azúcar.

Miércoles noche. La oscuridad ha caído sobre la ciudad aunque todavía mil luces se resisten al cansancio de un duro día de trabajo. Hoy me he quedado en casa. No quise ir a la cena de la oficina, que les jodan. Soy un buen tío, de verdad, simplemente que no encuentro ninguna satisfacción en aguantar al energúmeno de mi jefe contando batallitas. Todavía soy humano:

– Velasco, chaval -realmente le odio- te he contado cómo me lo pasé con la parienta el fin de semana pasado en una cata de quesos en Albacete.

Por fin, tranquilidad. Hoy día no es fácil encontrarla. La banda sonora de bocinas y bovinos acaba por atocinar todos mis sentidos. Pero esta noche es mía. Ya suena Sabina en el reproductor. “¿Cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida? ¿El mejor dotado de los conductores suicidas?” Bailo. Me estoy divirtiendo haciendo el payaso frente al espejo. Agarro a una mujer ideal y la meto un apretón. Pero sólo es bruma, es nada, quizá he apretado demasiado fuerte y de nuevo bailo, solo. Hoy me voy a dar un homenaje. Sesión Billy Wilder y sus mujeres. Marilyn, para cenar con ella y con sus faldas a lo loco. Shirley MacLaine para llegar a la medianoche vestidos de dulce y verde. Y, por último, encontrar la madrugada en la sonrisa de Audrey Hepburn disfraza de Sabrina para mí. Soy feliz. La cena en el horno y cerveza fría. Amén.
Mierda. No tengo azúcar. Era el último paquete y no queda más en la despensa. Soy un desastre. El azúcar es necesario para el pastel de guayaba con receta de mamá. Tendré que subir a pedírselo a la señora Candelaria. No me hace ninguna gracia. La señora Candelaria me odia. Estoy seguro. No me gusta como me mira. Estas cosas se notan. En realidad, yo no soy una persona “educada”. No molesto, pero no me gusta que me molesten. No saludo y no espero que me saluden. Vivo. Me tendré que comer mi orgullo. Sonrisa de cartón y punto. Será solo un momento. Todo sea por Billy. Hace frío en la escalera. Dos pisos. La bombilla se ha vuelto a fundir. Llamo a tientas y oigo los pasos acercarse. Se abre la puerta y un brazo se abalanza sobre mí antes de que pueda discernir algo.

- El joven Velasco. Agradable visita.

La cara pintada y el pelo recogido. Un vestido de una pieza verde chillón. Las lentejuelas me ciegan y la luz rojiza da ambiente de burdel. Esta señora está como una auténtica cabra. El brazo me lleva por un estrecho pasillo interminable. Puertas azules con bordes marrones a la derecha. Puertas verdes con semicírculos negros a la izquierda. Estoy volviéndome loco. Me acabo de sentar y me ha servido un café. Creo. Un espejo cubre toda la pared. Me veo reflejado. No sé si sigo siendo yo. Fotos viejas por el suelo. En el techo un gran reloj con 100 minutos. Eternos. Intento explicarme. Pido azúcar con sonrisa entrecortada.

- Por fin has venido a por mí. Llevo esperando muchos años. ¿No te acuerdas ya de este vestido? Tus cartas dejaron de llegar. Ya ni siquiera me quedaban tus palabras. ¿Te sirvo otro café cariño?

Estoy perdiendo el juicio. No soy yo. No es real. Esta mujer se ha vuelto loca. Miro al espejo y me veo. Mi imagen se desvanece. No soy real. ¿Qué me esta pasando? Joder.
Me ha puesto un mano en la frente y me ha besado. He sentido sus labios y me han dolido. Algo me ha atravesado el estómago. Corre por dentro de mí. No me puedo mover. Ahora me canta al oído. No aguanto su voz. ¿Qué coño me pasa? La he mirado a los ojos y he visto una serpiente. Me he visto en sus ojos. Era un anciano. Mi pelo se caía y mi voz se nublaba en un grito seco. He conseguido levantarme. Se ha caído junto a mí y una risa fúnebre ha salido de sus entrañas. No sé hacia donde corro. Abro puertas y cierro otras. Azules y verdes. Me pierdo en círculos negros y al portazo número trece el reloj sumó su melodía.

Tengo miedo.
Estoy encerrado en la nada.
Puedo sentir su respiración al otro lado de la puerta.
Realmente no esperaba que fuera a acabar así.
Yo sólo quería un poquito de azúcar

Luz. Mis ojos se quitan con violencia un manto de legañas. En la televisión Bogart le pone caritas a una Sabrina que seduce con la mirada. Mi sudor es frio. Aparece una sonrisa en mi cara. Billy tendría un buen argumento para una película.

My idyllic Sunday’s afternoon

My idyllic Sunday’s afternoon Me preguntaba cómo sería aquella tarde de domingo mientras subía hacia mi casa por la idílica pradera de Maiden Castle después de haber jugado un partido de Soccer. No había sido un partido épico y mi actuación fue tachada de lamentable por algún compañero de equipo mientras rumiaba la derrota con sus congéneres en el vestuario. Cierto es que no estaba yo en mi mejor momento de forma, quizá impulsado por la ajetreada vida social que el erasmus sufre por las noches. Pues ahí estaba yo subiendo por esa interminable cuesta, con la cara en los pies y el estómago bailándome una bachata, y me preguntaba cómo sería aquella tarde de domingo.
Pensé en llamar a algún amigo, pero sólo eran las doce y media y ninguno de mis tribales compañeros habría dado todavía el buenos días a Lorenzo. Baldosa a baldosa mi regreso al hogar se hizo interminable y cuando me situé frente a la puerta verde que separa al mundo británico de mi pequeña y feliz colonia española una ingenua sonrisa se intentó levantar sobre mi rostro. El agua de la ducha se llevaba poco a poco el barro que me cubría por dentro y por fuera de la piel, y levanté la cara y me vi reflejado en el espejo. Qué sonrisa tan rara.
En mi cuarto estaba todavía sin abrir el paquete que había recibido de España el día anterior. No es que no lo quisiese abrir, sino que temía mi propia reacción al enfrentarme a recuerdos de mi verdadero hogar. Con la punta de un bolígrafo fui rompiendo suavemente el celo que guardaba mi tesoro. Sentí lo mismo que sintió Lord Carnavon segundos antes de descubrir la tumba de Tutankamon: ese cosquilleo fugaz por cada una de las sombras del propio cuerpo. Y allí estaba mi llave para ser feliz, tan fácil y tan distinta a la de cualquier otro, tan inconfesable y tan ausente durante mis primeras semanas.
Cuando sonaron las primeras voces del Kyrie de la Misa del Papa Marcelo de Palestrina, cerré los ojos y abrí mi alma. Mi primer ingrediente. Y en mis manos Muñoz Molina me susurraba el secreto de Beatus Ille. Segundo ingrediente. Y como colofón final, un bocata de jamón serrano me esperaba en un plato que yo creí en aquel instante de porcelana fina. Tercer ingrediente de mi sencilla, feliz tarde de domingo.